lunes, 21 de septiembre de 2009

EL LADRÓN DE SUEÑOS (2)

Me aterrorizaba la noche, la oscuridad. Cuando las luces se apagaban empezaba mi pesadilla. Muchas son las que he tenido desde aquel día en que visité a mi tío en Innsmouth para descubrir que estaba maldito. Más aún tuve después de que me hube trasladado a Arkham y viví, o soñé, aquella pesadilla de aberración. Ya no sé qué fue realidad o qué ficción. Porque los médicos que me trataron dijeron que sufría un trastorno grave del sueño. Que cruzaba la realidad con la irrealidad del sueño. Que el golpe en la cabeza había roto esta barrera de discernimiento.

Unas noches soñaba con la sacerdotisa, que me había cuidado desde que era pequeño. Para finalmente descubrir que todos los años de atenciones no eran sino una preparación para el sacrificio. Se repetía una y otra vez la misma pesadilla. La bruja vivía en un submundo, esclava del ser Primordial. Rodeada de llamas en la más absoluta oscuridad. Gritaba, chillaba y se retorcía clamando venganza.

Otras noches mi mente me traía sueños de la abyecta figura de mi tío postrado en la cama. Corría nuevamente por las calles de Innsmouth, perseguido por el Gran Pez que quería llevarme a su reino bajo el mar. Llegaba hasta lo más alto del campanario para descubrir que el monstruo había subido detrás de mí. Se lanzaba con fuerza contra mi cuerpo, abrazándome con sus deformes brazos. Ambos caíamos en un vertiginoso abismo en el que no encontrábamos fin.

Recurrente era también la pesadilla en la que descendía otra vez a los infiernos de Arkham. Al entramado de pasadizos y cuevas bajo la Universidad de Miskatonic. Arrastrado por el maldito libro forrado en piel humana. Las invocaciones que en él estaban escritas eran recitadas en voz muy baja. Gargantas no humanas emitían los sonidos impronunciables del Necronomicón. Los oía como una lejana letanía mientras estaba atado, listo para morir en un negro altar de sacrificio.

¿Era realidad o solo producto de mi imaginación? sentir que mi mente me arrastraba mientras dormía, que había algo poderoso que me impulsaba a seguir soñando, a seguir con las pesadillas, a ir en dirección al abismo. No podía abandonar la senda que sin duda me abocaba a una segura perdición.

Así pasaba mis noches, mientras me despertaba en mitad de ellas sin saber si todo había sido un sueño. Si lo había vivido alguna vez. ¿Estaba perdiendo la razón? ¿el rubicundo director estaba en lo cierto y quizás la cordura me había abandonado?

Patricia siempre venía corriendo a mi habitación al oír mis gritos. Era mi ángel de la guarda. Mi confidente. Quizás mi nexo con la realidad, con la razón.

-¿Se encuentra bien Howard? –recuerdo que me preguntó una noche en que había tenido una de mis habituales pesadillas.
-Patricia…la bruja, había salido de las llamas.
-Howard, ha estado soñando. No ocurre nada, está en su habitación del sanatorio, conmigo.
La abracé y noté su calor, su respiración. Me transmitió una tranquilidad y serenidad que no había sentido desde hacía muchos meses. Lloré.


Pero aquella noche de principios de octubre fue sin duda la peor. Era oscura, sin luna, en el exterior se desarrollaba una batalla de agua y viento. Dentro de la habitación oía como el aguacero batía contra las ventanas. El viento lanzaba un lastimero gemido como si intentase colarse dentro. No tenía hambre y apenas había cenado. Me metí en la cama y fue entonces cuando empecé a oírlo. Primero fue un leve deslizar que se confundía con el viento, pero luego oí claramente como algo reptaba por la pared. Encendí la luz, me levanté y me dirigí hacia la pared. El ruido cesó de golpe. Me acosté un rato después con la sensación de que algo, lo que fuese, seguía ahí, deslizándose entre las sombras, por mis sueños. Me dormí.

Me encontré en el largo pasillo que comunicaba con todas las habitaciones de la planta. Mi dormitorio estaba al principio del mismo. Las luces mortecinas de los fluorescentes iluminaban el corredor. Uno de ellos debía estar estropeado, parpadeando como una espectral sirena de alarma. Oía de nuevo el leve reptar a lo lejos. Un suave murmullo de algo que se arrastraba. Miré detrás mío y no había nada. Al volverme la vi. Estaba al final del pasillo, con su bata blanca. Movía la boca intentando decirme algo, pero sólo se oía el silencio. Corrí hacia ella gritando su nombre. ¡Patricia! Ningún sonido salía de mi boca.

Cuanto más corría más parecía aumentar la distancia que me separaba de ella. Mis pasos eran sordos, mis gritos vacíos. Ahora se oía de nuevo el continuo arrastrar, cada vez más alto. Ella se giró hacia atrás llevándose las manos a los oídos. Al volverse de nuevo hacia mí vi que su cara reflejaba un horror sin nombre. Su bello rostro estaba desencajado por el terror. Detrás de ella un tentáculo informe se arrastraba en su dirección. Intentaba correr, movía sus piernas con desesperación, pero seguía en el mismo sitio. Me miró por última vez con sus grandes ojos azules. Se despedía. Pero el horror continuaba. Durante un suspiro creí reconocer en su rostro la cara de la sacerdotisa. Fue sólo un momento, lo justo para que casi perdiese la razón. Luego el tentáculo se aferró a ella, tirando hacia atrás con fuerza y luego desapareciendo por un corredor lateral. En ese momento noté que ya podía moverme y me lancé con furia hacia delante. Me caí de la cama.

Estaba de nuevo empapado en sudor. Me dolían las piernas. La garganta me ardía como si hubiese estado gritando toda la noche. Estaba exhausto. Me volví a dormir entre mis revueltas sábanas. Ya no soñé más.

La luz del nuevo día entró por la ventana para hacerme olvidar la noche anterior. Qué apetito tenía, iba a ducharme rápido para ir a desayunar. Salí de la habitación y pregunté por Patricia a un celador que pasaba por allí.

-¿Dónde está Patricia?
-No lo sé. La estamos esperando desde primera hora de esta mañana. Debe haberse quedado dormida.
Sin darle mayor importancia entré en el bullicioso comedor. Me uní al frenético ir y venir de bandejas.

Los días pasaban y las noches de pesadillas cada vez eran menos. Ya solo tenía vagos recuerdos de lo que alguna vez soñé. El descanso de la mente se reflejaba en mi aspecto, ya no arrastraba mi cuerpo de cansancio. Ahora era una persona con vitalidad, veía el mundo con optimismo. Una alegría que se veía mermada por la falta de Patricia. Seguía preguntando por ella continuamente. Me comentaron las otras enfermeras que había desaparecido. Su casa la encontraron tal como la había dejado el día anterior. No había señales de violencia o de que le hubiese pasado algo. Preguntaron a sus familiares y amigos. Ninguno conocía su paradero. La inquietud se apoderaba de mi mente cuando pensaba en el sueño del tentáculo. Pero lo desechaba excusando interiormente la desaparición como un capricho de la joven, que seguramente había encontrado otro trabajo y se había marchado repentinamente.

Los comentarios sobre ella en los corros de enfermeras y celadores eran habituales. El continuo recuerdo de Patricia me mantuvo en una zona templada de emociones. Me asaltaba con frecuencia la idea de que el sueño fuera en parte real. Pero mi lado racional enseguida aportaba una razón verosímil a la desaparición. De hecho estos pensamientos me acompañaron hasta el día en que el director me mandó llamar de nuevo a su despacho. Era una luminosa mañana de finales de enero.

-Buenos días señor Howard. Veo en su informe que los progresos en su curación han sido prodigiosos.
Hizo este comentario mientras ojeaba un enorme cartapacio con documentos, manuscritos y gráficas que imaginaba era mi informe médico. Mientras estuvo hablando conmigo no levantó en ningún momento la cabeza de los papeles. Al parecer ya había perdido todo interés en mi caso. Lo cual me alegró sobremanera.
-¿Y cuál es el siguiente paso? –quería terminar cuanto antes con aquello. Nunca estuve cómodo en presencia de este tipo.
-No tan rápido señor Howard. Antes quiero conocer sus impresiones sobre nuestro gran sanatorio.
-Usted lo ha dicho, un gran sanatorio.
-Con los mejores médicos y personal especializado. No lo dude señor Howard, gracias al buen hacer y grandes conocimientos de nuestros…
-Señor director –le interrumpí-, se lo ruego, llevo cuatro meses encerrado en su “gran” sanatorio. Estoy convencido de las bondades de su personal sanitario. Pero dígame, por favor, si estoy curado y cuándo puedo abandonar su residencia.
-¡Ejem! –carraspeó el director, sin duda incómodo por mi forma de expresarme. Estaba acostumbrado a tratar con personas mentalmente más débiles. Yo en ese momento me encontraba fuerte. De hecho pensaba que nunca había sufrido enfermedad alguna, que había sido un error el que me hubiesen mandado a este lugar.
-¿Y bien? –añadí.
-Efectivamente señor Howard está usted curado. Desde este momento puede recoger sus pertenencias y abandonar el sanatorio.

Aquellas palabras sonaron a música celestial en mi cerebro. Por fin podía volver a mi casa en Providence. Ya no me sentía un loco, un inventor de historias macabras. Aquello terminó. Ahora tenía que volver a ser la persona normal que era. Con un trabajo, una casa y una mente sana. Empezaba la vida del nuevo Howard.

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