lunes, 27 de julio de 2009

DE CALORES Y APARIENCIAS FATALES

Ayer por la tarde estuvimos con mi primo y su familia. No le veía desde hacía varios meses, aunque hablamos por teléfono. Lo cierto es que me río mucho con las historias, las ocurrencias que tiene. Nos dimos un baño en la piscina de su urbanización. Qué calor, si se pudiese embotellar el sudor que estoy dejando en Sevilla montaría una bodega.

Pues eso, que estuvimos en la piscina, atestada de padres y niños, con un agua sospechosamente caliente. Salimos luego a la zona de césped, que estaba a la sombra, para charlar un rato. No puedo soportar el sol por mucho tiempo, me quema. Mientras me apoyaba en una farola para sacudirme la planta de los pies, me dijo: “Primo, me estoy acordando de una historia que me pasó hace un mes más o menos”. Le dije que me la contase, seguro que iba a ser buena…

…efectivamente.

Mi primo es representante, teniendo que viajar muy a menudo. A finales de junio, entre una de sus visitas estaba la de una tienda, cuyo dueño le tenía que pagar una factura. Al llegar a la misma preguntó por P., el dueño. Los empleados que estaban allí le dijeron que estaba en el hospital bastante mal. Sin querer indagar en los orígenes de la enfermedad, se despidió de los que allí estaban, marchándose a seguir con su trabajo.

Pasó una semana y volvió a la tienda de P. Preguntó de nuevo por el dueño, obteniendo respuesta parecida. Esta vez le dijeron que estaba en casa convaleciente. Aquí ya sospechó mi primo que P. no le quería pagar. Que le estaba evitando a toda costa. Se despidió de nuevo de todos, pero esta vez le dijeron que se pasase la semana siguiente.

Y la siguiente semana llegó. Con la esperanza de cobrar, se dirigió de nuevo a la tienda. Pensaba que le volverían a dar excusas sobre la enfermedad de P. Pero cual fue su sorpresa cuando al entrar en la tienda se encuentra a P. sentado detrás de una mesa escayolado desde la cintura hasta el cuello. Luego era verdad, algo le había pasado. Le preguntó que le había sucedido para acabar en ese estado.

P. le contó la historia, no sin antes avisarle de que le daba un poco de vergüenza y que terminaría riéndose. Mi primo le aseguró que no, que no se iba a reír. Se lo contó.

Hace un mes P. estaba en una playa de Cádiz con su familia. Era ya la hora de irse a casa y cogió los bártulos en dirección al coche. Antes se paró a sacudirse la arena de los pies en una zona donde estaban de obras. Había zanjas en las que estaban metiendo canalizaciones. Aprovechó una farola para sujetarse con una mano, mientras movía la pierna para sacudirse la arena del pie. La farola estaba un poco inestable, cimbreándose con cada movimiento de P. Cuando iba a terminar vio salir a toda prisa a un obrero de una zanja que estaba a su lado. Sin tiempo de reacción, este obrero, pala en mano, la giró hacia atrás golpeándole con todas sus fuerzas en el pecho.

P. creía que había muerto. Salió despedido varios metros hacia atrás. ¿Qué le había hecho al señor de la zanja para recibir aquel atentado? “Moribundo” en el suelo preguntó al obrero “por qué”. Éste con cara desencajada de horror repetía sin cesar “¡Dios qué he hecho, lo siento, perdóneme!”. Le volvió a preguntar “¿por qué?”. “Lo siento, lo siento…creía que se estaba electrocutando con la farola…”.

Aparte de la gravedad de la lesión, varias costillas rotas, con el resultado de un neumotórax, P. estaba agradecido a la vida. Con optimismo dijo que podía haber sido peor. Y yo pienso, efectivamente, en vez de la pala, podía haber usado una excavadora cercana o el martillo hidráulico. Me admira la gente tan optimista…ah, y ya no me sujetaré nunca más a una farola para sacudirme los pies. ¡Qué calor!

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